Eran las diez de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva, sin un soplo de viento. Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada, con la lentitud genérica de las víboras. Era una hermosísima yarará de un metro cincuenta, con los negros ángulos de su flanco bien cortados en sierra, escama por escama. -Quisiera pasar cerca de la Casa -se dijo la yarará-. Mal asunto...-¡El Hombre! -murmuró Lanceolada. La sombra estuvo sobre ella. El Hombre se detuvo: había creído sentir un golpe en las botas. Pero Lanceolada vio que la Casa comenzaba a vivir, esta vez real y efectivamente con la vida del Hombre. Hombre y Devastación son sinónimos desde tiempo inmemorial en el Pueblo entero de los Animales. Lanceolada esperó la nueva noche para ponerse en campaña. Fue allí en consecuencia donde, ante la inminencia del peligro y presidido por la víbora de cascabel, se reunió el Congreso de las Víboras. Estaban allí, fuera de Lanceolada y Terrífica, las demás yararás del país: La pequeña Coatiarita, benjamín de la Familia, con La línea rojiza de sus costados bien visible y su cabeza particularmente afilada. Estaba Cruzada -que en el sur llaman víbora de La cruz-, potente y audaz rival de Neuwied en punto a belleza de dibujo. Pocos seres, en efecto, tan bien dotados como ellos.
Según las leyes de las víboras, ninguna especie poco abundante y sin dominio real en el país puede presidir las asambleas del Imperio. El Congreso estaba, pues, en mayoría, y Terrífica abrió la sesión.
-¡Compañeras! -dijo-. Hemos sido todas enteradas por Lanceolada de la presencia nefasta del Hombre. Las yararás, que tienen a la Muerte por negro pabellón. Lo que lamento es la falta en este Congreso de nuestra primas sin veneno: las Culebras.
Evidentemente, la proposición no halagaba a las víboras. -No se trata de veneno -replicó desdeñosamente Cruzada-. -¿Por qué las culebras? -exclamó Atroz-. Son despreciables.
-Tienen ojos de pescado-agregó la presuntuosa Coatiarita.
-murmuró Cruzada mirándola de reojo.
-¿A mí? -silbó Lanceolada, irguiéndose-. -murmuró irónicamente Cruzada.
-¡No hay para qué decir eso! -gritaron-. ¡Ellas son culebras, y nada más!
-¡Ellas se llaman a sí mismas las Cazadoras! -replicó secamente Cruzada-. Y estamos en Congreso.
También desde tiempo inmemorial es fama entre las víboras la rivalidad particular de las dos yararás: Lanceolada, hija del extremo norte, y Cruzada, cuyo hábitat se extiende más al sur. -¡Vamos, vamos! -intervino Terrífica-. -¡Para esto! -replicó Cruzada ya en calma-. III
Cruzada halló a la Ñacaniná cuando ésta trepaba a un árbol.
-¡Eh, Ñacaniná! -llamó con un leve silbido.
-¡Ñacaniná! -repitió Cruzada, levantando medio tono su silbido.
-¿Quién me llama? -respondió la culebra.
-¡Soy yo, Cruzada!...
-¡Ah, la prima!.... ¿qué quieres, prima adorada?
-No se trata de bromas, Ñacaniná... ¿Sabes lo que pasa en la Casa?
-Sí, que ha llegado el Hombre... En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se van a quedar definitivamente. -¡Dejemos esto! Necesitamos de tu ayuda, Ñacaniná.
-¡No es mucho, no! -repuso negligentemente Ñacaniná, restregando la cabeza contra el tronco-. -Bueno en marcha -reanudó la yarará-. Pasemos primero por el Congreso.
-¡Ah, no! -protestó la Ñacaniná-. Pero ver antes de tiempo la cáscara rugosa de Terrífica, los ojos de ratón de Lanceolada y la cara estúpida de Coralina. -¡Bueno, bueno! -repuso Cruzada, que no quería hacer hincapié-. ¿Los habría? Mucho lo temía Ñacaniná. Sólo allá, en el corredor opuesto y que la culebra podía ver por entre las piernas de los hombres, un perro negro dormía echado de costado.
-¡Se acabó! -se dijo Ñacaniná, conteniendo la respiración.
Otro hombre miró también arriba.
-Se equivocó el Hombre -murmuró para sí la culebra.
-Alguna Ñacaniná.
-Acertó el otro Hombre -murmuró de nuevo la aludida, aprestándose a la lucha.
Pero los hombres bajaron de nuevo la vista, y la Ñacaniná vio y oyó durante media hora.
-Y los caballos, ¿cómo están hoy? -preguntó uno, de lentes negros, y que parecía ser el jefe del Instituto.
La Ñacaniná, inmóvil sobre el tirante, ojos y oídos alertos, comenzaba a tranquilizarse.
De estos hombres no hay gran cosa que temer....
La Ñacaniná sentíase cada vez más inclinada a la compasión. -¡Pobre gente! -murmuró-. -Por suerte, vamos a hacer una famosa cacería de víboras en este país. No hay duda de que es el país de las víboras.
-Hum..., hum..., -murmuró Ñacaniná, arrollándose. La Ñacaniná, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, es valiente, con seguridad la más valiente de nuestras serpientes. -Es una Ñacaniná... -¿Ratas?... Y como continuaba provocativa, un hombre se levantó al fin.
Hay ataque y ataque. Fuera de la selva y entre cuatro hombres, la Ñacaniná no se hallaba a gusto. Creíamos que te ibas a quedar con tus amigos los hombres...-murmuró Ñacaniná.
Y pasar al otro lado del río repuso Ñacaniná.
-¡Cuenta, entonces!
Y Ñacaniná contó todo lo que había visto y oído: la instalación del Instituto Seroterápico, sus planes, sus fines y la decisión de los hombres de cazar cuanta víbora hubiera en el país.
-¡Cazarnos! -saltaron Urutú Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo más vivo de su orgullo-. -¡Exactamente! -apoyó Ñacaniná-. Para la Ñacaniná, el peligro previsto era mucho menor. -¿Tienes un plan? -preguntó ansiosa Terrífica, siempre falta de ideas.
-¡Ten cuidado! -le dijo Ñacaniná, con voz persuasiva-. Hay varias jaulas vacías... ¡Ah, me olvidaba! -agregó, dirigiéndose a Cruzada-. Hay un perro negro muy peludo... Creo que sigue el rastro de una víbora... -¿Perro que sigue nuestro rastro?... La puerta estaba abierta, y ante la víbora, a treinta centímetros de su cabeza, apareció el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueño.
-se dijo Cruzada-. Hubiera preferido un hombre.
En ese instante el perro se detuvo husmeando y volvió la cabeza... -murmuró Cruzada, replegándose de nuevo. Pero cuando el perro iba a lanzarse sobre la víbora, sintió los pasos de su amo y se arqueó ladrando a la yarará. El hombre de los lentes ahumados apareció junto a Cruzada.
Buen ejemplar -respondió el hombre. Cruzada las conocía a todas; pero no así a una gran víbora que se bañaba en una jaula cerrada con tejido de alambre. ¿Quién era? Era absolutamente desconocida para la yarará. Cruzada ahogó un silbido de estupor, mientras caía en guardia, arrollada. La gran víbora acababa de hinchar el cuello, pero monstruosamente, como jamás había visto hacerlo a nadie. -¿Quién eres? -murmuró Cruzada-. -Sí -repuso-. -¿Cómo te llamas?
-Hamadrías... o cobra capelo real.
-Yo soy Cruzada.
-Pero maté al perro.
-¿Qué perro? ¿El de aquí? .
La cobra real se echó a reír, a tiempo que Cruzada tenia una nueva sacudida: el perro lanudo que creía haber matado estaba ladrando...
-¿Te sorprende, eh? -agregó Hamadrías-. -contestó Cruzada, cada vez más aturdida-. No me queda una gota de veneno concluyó-. Está inmunizado.
-¡Sé! -repuso vivamente Cruzada-. Ñacaniná nos contó.
La cobra real la consideró entonces atentamente.
por lo menos! -replicó Cruzada.
Ambas víboras se miraron largo rato, y el capuchón de la cobra bajó lentamente.
-Inteligente y valiente -murmuró Hamadrías-. ¿Conoces el nombre de mi especie?
-Hamadrías, supongo.
o cobra capelo real. -De víboras americanas..., entre otras cosas -concluyó balanceando la cabeza ante la Cruzada.
dos sesenta, pequeña Cruzada - repuso la otra, que había seguido su mirada.
Más o menos, el largo de Anaconda, una prima mía ¿Sabes de qué se alimenta?: de víboras asiáticas -y miró a su vez a Hamadrías.
-¡Bien contestado -repuso ésta, balanceándose de nuevo. -¿Sin veneno, entonces?
-Así es... ¡Estoy harta de hombres, perros, caballos y de todo este infierno de estupidez y crueldad! Tú me puedes entender, porque lo que es ésas...
-¿Qué?
La cobra real miró otra vez fijamente a Cruzada.
-¿Sola?
-¡Oh, no! Ellos, algunos de los hombres también morirán...De pronto, la cobra se abalanzó y mordió por tres veces a Cruzada. -Está muerta, bien muerta... -murmuró-. -¡Hum! -se dijo el hombre-. Esta no puede ser más que la hamadrías... Veinte veces le he dicho al director que las mallas del tejido son demasiado grandes. ¡Ya estaba! Con los primeros gritos, ambas, la cobra asiática y la yarará, huían sin ser perseguidas.
-Corría la yarará a su lado, muy dolorida aún-.
Allá, de la muñeca del hombre pendían dos negros hilos de sangre pegajosa. IX
El Congreso estaba en pleno. Fuera de Terrífica y Ñacaniná, y las yararás Urutú Dorado, Coatiarita, Neuwied, Atroz y Lanceolada, habían acudido Coralina -de cabeza estúpida, según Ñacaniná-, lo que no obsta para que su mordedura sea de las más dolorosas. Desde el primer Congreso de las Víboras se acordó que las especies numerosas, estando en mayoría, podían dar carácter de absoluta fuerza a sus decisiones. Alguna faltaba -fuera de Cruzada-; pero las víboras todas afectaban no darse cuenta de su ausencia.
Como si una chispa eléctrica hubiera recorrido todos los cuerpos, las víboras irguieron la cabeza al oír aquella voz.
¡Entra, Anaconda!
-¡Bien dicho! -exclamó Ñacaniná con sorda ironía-. ¡Entra, Anaconda!
Y la cabeza viva y simpática de Anaconda avanzó, arrastrando tras de sí dos metros cincuenta de cuerpo oscuro y elástico. -¿Te incomodo? -le preguntó cortésmente Anaconda.
Son las glándulas de veneno que me incomodan de hinchadas...
Anaconda y Ñacaniná tornaron a cruzar una mirada irónica, y prestaron atención.
Si a alguien detesta, es, naturalmente, a las serpientes venenosas; y de aquí la conmoción de las víboras ante la cortés Anaconda.
Ante todo, es menester saber algo de Cruzada. -¿Pará qué? -replicó Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la culebra.
Ñacaniná consideró al pundonoroso benjamín y cambió de voz.
Lanceolada, te pido disculpa.
-¡No es nada! -replicó con rabia la yarará.
-¡Terrífica! -dijo Cruzada-. Todas las víboras, muertas de curiosidad, se arrastraron hacia la recién llegada.
Tiene ojos redondos.
-Y cola larga.
-Cruzada: diles que no se acerquen tanto... -¡Sí, déjenla tranquila! -exclamó Cruzada-. No era menester más. El Congreso quedó un instante pendiente de la narración de Cruzada, que tuvo que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de lentes ahumados, el magnífico plan de Hamadrías con la catástrofe final, y el profundo sueño que acometió luego a la yarará hasta una hora antes de llegar.
-Resultado -concluyó- dos hombres fuera de combate, y de los más peligrosos. -¡O a los caballos! -dijo Hamadrías.
-¡O al perro! -agregó la Ñacaniná.
-Yo creo que a los caballos -insistió la cobra real-. Era evidente que desde el primer momento la serpiente asiática y la Ñacaniná indígena habíanse disgustado mutuamente. -Por mi parte -contestó Ñacaniná-, creo que caballos y hombres son secundarios en esta lucha. ¿qué opinas, Cruzada?
No se ignora tampoco en el Congreso la amistad singular que unía a la víbora y la culebra; posiblemente más que amistad, era aquello una estimación recíproca de su mutua inteligencia.
-Yo opino como Ñacaniná -repuso-. -¡Pero adelantémonos! -replicó Hamadrías.
Era esto más de lo que podía oír la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los colmillos de veneno. Las culebras saben bien que el hombre no las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer.
-¡Tú eres Anaconda!
-¡Tú lo has dicho! -repuso aquélla inclinándose. -¡Un instante! -exclamó.
-¡No! -interrumpió Anaconda-. Permíteme, Ñacaniná. En efecto, la cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello para lanzarse sobre la insolente. ¡El Congreso es inviolable!
-¡Abajo el capuchón! -alzóse Atroz, con los ojos hechos ascua.
-¡Abajo el capuchón! -se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada.
-¡Está bien! -silbó- Respeto el Congreso. Agréguese que, salvo la Ñacaniná y Cruzada, que habían estado ya en campaña, ninguna se había dado cuenta del terrible enemigo que había en un perro inmunizado y rastreador de víboras. Se comprenderá así que el plan de la cobra real triunfara al fin.
Aunque era ya muy tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar el ataque en seguida, y se decidió partir sobre la marcha.
-gritó la Ñacaniná-, ¡sino que nos arrepentiremos!
Y las víboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies cuyos representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia el Instituto.
-¡Una palabra! -advirtió aún Terrífica-. La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola sombríamente;
-Después...Vaya a ver Fragoso.
-¡La caballeriza está llena de víboras! -dijo.
-¡Daboy! ¡Daboy! -llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.
Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad, y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba.
Yo la vi bien... Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. -¡Oh, no! -repuso el jefe, sacudiendo cabeza-. Estas son demasiado singulares. XI
No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de las especies, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.
-¡Un instante! -gritó Urutú Dorado-. Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.
-¡Estamos en inminente peligro! -gritó Terrífica-. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.
-¡Está loca Ñacaniná! -exclamó-. ¡A la caverna!
La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. -¡Un momento! -Se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban-. -Sí -murmuró abrumada Terrífica-. Está concluido...
-Entonces -prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados-, antes de morir quisiera... ¡Ah, mejor así! -concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.
No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. La boca de la cobra, semiasfixiada, se desprendió babeando, mientras la cabeza libre de Anaconda hacia presa en el cuerpo de la Hamadrías.
Ya estaba concluido. -murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo de la asiática.
Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro.
Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.
El animal esquivó el golpe y cayó hirioso sobre Terrifica, que hundió los colmillos en el hocico del perro. Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el viente del animal; mas también en ese momento llegaban los hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de las últimas cayeron Cruzada y Ñacaniná.
Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies, triunfantes un día. Había sido mordido 64 veces.
Anaconda no murió.
Vivió un año con los hombres, curioseando y observándolo todo, hasta que una noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el Paraná hasta más allá del Guayra, más allá todavía del golfo letal donde el Paraná toma el nombre de río Muerto -la vida extraña que llevó Anaconda y el segundo viaje que emprendió por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias de una gran inundación-, toda esta historia de rebelión y asalto de camalotes, pertenece a otro relato.