Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Pero sí, hay algo. Hay un pueblo.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
-Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Faustino dice:
-Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Aquí así son las cosas. Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Pero no hay ninguna más. No llueve. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Por acá resulta peligroso andar armado. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Nosotros preguntamos:
-¿El Llano?
-Sí, el Llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro
pellejo de vaca que se llama Llano.
-Es que el Llano, señor delegado...
-Son miles y miles de yuntas.
-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego.
-Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
-Eso manifiéstenlo por escrito.
-Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro.
Todo es contra el Llano... Así nos han dado esta tierra. Ni zopilotes. Melitón dice:
-Esta es la tierra que nos han dado.
Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser
el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza.
Melitón vuelve a decir:
-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas .
-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. -Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
-Estamos llegando al derrumbadero.
Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no, golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.
La tierra que nos han dado está allá arriba.
2 comentarios:
Es una muestra de lo que la revolución nos dejo como pueblo, solo las tierras que los latifundistas no querían y finalmente, nuestros campesinos sin saber que hacer, siempre dependiendo de la hacienda o del gobierno paternalista, es una tristeza saber que aun en el siglo XXI nuestro México siga viviendo ese sintoma; el paternalismo
Me encantó esa historia
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