viernes, diciembre 05, 2008

La Fuerza de Sheccid

Carlos iba caminando por la calle cuando un moderno automóvil rojo se le acerco preguntando por una escuela, Carlos contesto, tratando de darle la dirección, sin mas el sujeto le interrumpe pidiéndole que el mismo le llevara, Carlos se niega, dándole excusas; en esto se baja la ventanilla trasera del auto y reconoce a la persona que va en el; es Mario un compañero de escuela de Carlos. Mario intenta convencer a Carlos de que suba al auto diciéndole que confíe, que el sujeto es un profesor de biología y además que vende algunos productos para jóvenes, Carlos siente curiosidad de saber de que tipo de productos se trata, el sujeto le interrumpe diciéndole que es algo largo de contar pero luego de la demostración le dará algo de dinero. Carlos un poco confundido sucumbe ante la presión y accede a subir al carro.

Cuando estaba en el carro el vidrio no bajaba y en ese momento presintió que algo andaba mal. Aquí comienza una aventura que Carlos nunca olvidara.

El conductor comienza a hacerle preguntas a Carlos acerca de cómo le va en la escuela Carlos con recelo le responde sin mas el sujeto le comienza a proponer el negocio que tenia en mente para ellos, Carlos se daba cuenta del gran error que había cometido al subirse al carro. Iba pasando por calles cuando encontró una simpática niña que estudiaba en su misma escuela, Carlos al verla la reconoce, se trata de una de las mejores amigas de la chica que le gustaba.

El carro se le acerco y le pregunto lo mismo que a Carlos, Ariadne se llama la chica, pero a ella le mostró las revistas y saco de una caja un pene artificial y la invita a tocarlo. Al momento de casi subir se arrepiente y echa a correr darse cuanta de algo estaba mal.

El chofer ordeno a Mario que fueran a buscarla, Carlos aprovechando el momento intenta escapar gracias a Ariadne.

Mario regreso pero sin Ariadne, Carlos se percata de esto y con mas razón echa a correr como nunca lo había hecho. Carlos entendió que tuvo suerte de escapar de esa pesadilla cosa que su compañero Mario no pudo hacer.

Carlos trata de informarse mas de lo que había pasado usando unos libros que su madre le suministra y se sienta a escribir sus vividas historias en su diario.

Carlos esta enamorándose de una nueva alumna que ha llegado a su escuela la cual es amiga de Ariadne.

Carlos ve a esta chica y piensa en ir ha hablarle, cuando por fin se logra acercar a ella le habla y la llama sheccid. Después del relato ellos comienzan a charlar amenamente, cosa que no dudaría mucho tiempo ya que una amiga de sheccid se acercaba a ellos, al ver a Carlos la chica horrorizada comienza a gritar y decirle cosas a Carlos. La amiga de sheccid es Ariadne, la joven por la cual el pudo escapar el carro rojo.

Ariadne piensa que Carlos tiene algo que ver con el hombre del carro rojo, sheccid decepcionada y horrorizada se alejan de el.

Carlos esta pasando por momentos en los cuales no habla con casi nadie a hecho de su telescopio al cual a llamado “fred” y su bicicleta han pasado a ser sus mejores amigos.

Se acerca el festival de fin de curso y Carlos piensa que una forma de que sheccid le escuche es declamándole un lindo poema. Iba a dedicarle un poema a sheccid, cuando el maestro de ceremonias dijo su nombre Carlos se sentía muy nervioso por que algo saliera mal.

Empezó entonces se le había olvidado el poema, Carlos estaba paralizado, el poema que se sabia de memoria ya no existía en su mente. Carlos no podía dejar de pensar en lo mal que estaba quedando enfrente de todo el colegio y mucho mas frente a “sheccid” ya que le había dicho momentos antes de comenzar que le dedicaría el poema a ella, que horror!!!

Al salir del escenario Carlos horrorizado y avergonzado le provoca salir corriendo, lo detiene la señora Areli su profesora de lengua y literatura. Carlos cabizbajo y apenado le sigue hacia a donde le indica la profesora.

La profesora le dice de que ella piensa que el tiene un gran futuro como orador y que piensa que solo es cuestión de practicar, Carlos le pide a su profesora que deje de hacerle burla que el sabe que lo hizo fatal así que no es necesario que lo haga, la maestra después de unas larga charla con Carlos logro hacerlo entrar en razón diciéndole de que nosotros mismos somos los culpables de nuestras limitaciones, que todos somos capaces de hacer lo que nos propongamos, solamente tenemos que ponerle empeño, y además quien dice que solo intentando una vez el se convertiría en un experto.

Carlos con ánimos nuevamente levanta su cabeza una vez mas lleno de esperanzas y optimismos gracias a las palabras de su profesora decide que ella tiene razón, y que no puede dejarse caer después de un solo intento.

Después de esto nuestro protagonista Carlos tiene unas vacaciones, en las cuales ha tenido tiempo para practicar la declamación para no quedar como la ultima experiencia negativa, Carlos esta listo y se siente como que podría tomar el micrófono nuevamente y ponerse a declamar una vez más.

Comienza el nuevo ciclo escolar en su primer día de de clases la maestra Areli manda a llamarlo. Carlos acude al salón en donde le indican y se da cuenta de la sorpresa que le espera.

Carlos es integrado a un grupo de alumnos especiales del cual la profesora Areli va ser la coordinadora. La profesora les comienza a explicarle por que de esta selección. Carlos esta librando un lucha interna, acerca de participar o no, si es ya muy pronto para intentarlo de nuevo, pero el a pasado todo el verano practicando, podré hacerlo, será el un cobarde?

Mientras Carlos esta muy ocupado con su lucha interna, la maestra Areli se siente orgullosa de cómo ha reaccionado su grupo, ya tienen varios actos, todos dispuestos a participar, ella con gusto les expresa su gratitud y les dice que no podría esperar menos.

Carlos decidido al fin se logra poner de pie, para ofrecerse como voluntario, su profesora le agrada mucho escuchar esto y decide rápidamente que Carlos cerrara el acto cívico con broche de oro.

Al Carlos escuchar su nombre, sabia que había llegado su turno se acerco al lugar en donde debe recitar, de allí tiene la vista total del gran publico que tiene, esta nervioso pero sabe que esta listo.

Carlos comienza, primero que todo le dedica el poema a una persona, a su “sheccid”. Comienza el poema y todo sale de maravilla, Carlos estaba en control tanto del público como de sus emociones nada puede sacarlo de este magistral trance del cual fue inmerso profundamente. La ovación magistral se prolonga por mas de lo normal, Carlos enajenado por su triunfo sale en busca de su profesora para darle las gracias, ya que ese triunfo personal de Carlos no había sido solo por el, el sentía que todo se lo debía a ella, por ella se había atrevido a volver a subirse al escenario.

Carlos decide enfrentase con el sujeto del carro rojo, ya que era el único que sabia todo, además Mario su compañero seguía desaparecido. Sin ninguna explicación al respecto, el tipo sale rapidísimo y trata de atropellarlos, todos los presentes estaban en shock por el comportamiento de Carlos.

A partir de ese día las cosas estaban cambiando para Carlos, al día siguiente sheccid sin ningún explicación decide acercarse a Carlos para pedirle disculpas por todo lo que había dicho u pensado de el, que ella sabia que no tenia derecho de haberlo juzgado sin haber escuchado su parte, de allí nace de nuevo la llama de esperazas para Carlos por su sheccid.

Un día estaba todo el grupo de Carlos esperando afuera de laboratorio de química, el grupo que se encontraba adentro es el grupo de sheccid.

El grupo se esta demorando mas de lo común para salir, cuando se enteran de que hay un problema, se trata de Ariadne la amiga de sheccid unos compañeros del grupo de ella había estado jugando con un lente de un microscopio, desafortunadamente si el lente no era devuelto la suspendería.

Cosa que era imposible de devolver puesto que el lente ya no estaba, se había caído por un desagüe y Ariadne no seria capaz de devolverlo.

Carlos no podía creer lo que sucedía, el día que estaba esperando para contarle a su sheccid lo de carro rojo que solo fue un engaño causado por un amigo, sucedió todo eso.

Al salir todos vieron que Ariadne lloraba y era consolada por su amiga sheccid.

A la mente de Carlos le daban mil vueltas, hasta que pensó en fred su amigo el telescopio que le había regalado su padre, fred podría salvar a Ariadne del mal momento que estaba viviendo.

La clase comienza y Carlos no puede dejar de pensaren fred, el Prof. ordeno que copiaran algo del tablero el profesor que se encontraba súper molesto por lo sucedido estaba de un humor de perros así que nadie se atrevía ha hablar.

Al estar tan distraído el profesor estaba llamando a Carlos pero el ni cuanta que se daba, hasta que por fin se dio cuenta que era con el.

El profesor molesto amenaza con sacarlo del salón y el piensa en su plan, le parecería perfecto que lo sacaran del salón así podría escaparse a su casa y buscar el lente para Ariadne, ese seria una forma espectacular para que ella crea que Carlos no es malo.

Carlos logra su cometido y sale de la esuela, corrió y corrió sin parar a su casa y le quito la lente a su telescopio llego y entro por la puerta principal.

Cuando llego a la escuela Carlos comienza a buscar a Ariadne, que estaba con sheccid y con otras amigas que no conocía, Ariadne se mostraba reacia para hablar con Carlos pero al final de cuentas hablaron, aclararon diferencias y de allí nació la gran amistad entre Carlos y Ariadne.

Carlos le pidió a Ariadne que si le podía ayudar con sheccid, sheccid necesitaba un acompañante para ir a comprar un libro Carlos fue con ella quedaron de verse a la hora en la cual se habían citado sheccid no llegaba, cuando Carlos ya se había dado por vencido la ve a lo lejos venir, y se sintió muy afortunado.

Carlos estaba cada día mas enamorado de sheccid, definitivamente sheccid, es su primer amor.

Carlos busco a sheccid en el recreo y le dijo de sus cambios de actitud entonces tuvieron una discusión acerca de eso ya que ella lo trato con ninguna importancia. Ariadne se había convertido en una muy buena amiga para Carlos y ella le quería hacer ver a Carlos que su sheccid no era quien en pasaba que era, pero se lo quería hacer ver de una forma que ella no tendría que decírselo.

Ariadne le cuanta a Carlos que el hermano de ella estaba de cumpleaños, y le insistió para que fuera. Carlos estaba un poco reacio con la idea de Ariadne, pero aun así asistió a la fiesta.

Esta fiesta fue la parte decisiva de la historia de Carlos y sheccid, ya que Carlos se dio cuenta de que su sheccid no era quien el pensaba que era. Carlos no podía creer lo que veía era una persona totalmente diferente, Carlos no podía ni concretar ideas se sentía aturdido y decidió irse sin que su sheccid lo viera.

Al llegar a su casa Carlos se sentía confundido no sabia ni que hacer, inmerso en su pensamientos acerca de lo que había visto esa noche le cambiaria su vida.

Carlos llego a la conclusión de esta linda historia de amor, su primer amor no podía llegar a su fin, con un final tan infame. En su mente Carlos creo una historia paralela, un relato increíble creado el cien por ciento por su imaginación.

Carlos creo la ilusión de que su sheccid tenía una grave enfermedad terminal, según su historia Ariadne estaba enterada de la fatal enfermedad. Sheccid no quería que por ninguna razón Carlos se enterara de su enfermedad, pero Carlos al fin y al cabo se entera que su princesa esta enferma y que debe retirarse de la escuela para ser llevada a un hospital, el cual se especializaba en su enfermedad a realizar terapia y tratamientos después de su operación.

Carlos se entero el ultimo día de escuela de sheccid, su padre había ido a buscarle a la escuela y el la logra ver y se despiden con un triunfal beso de despedida. Al llegar al hospital ya era tarde, su sheccid ya había muerto, al final de la sala se encuentra con Ariadne, la fiel amiga de sheccid, y le corrobora la fatal historia. Carlos no sabia ni que pensar, estaba desconsolado. Ariadne le contó que sheccid le había dejado una carta y se la da.

Carlos lee la carta en la sheccid, su princesa le confesaba su amor profundo e incondicional, Carlos se sintió triste pero a la vez muy lleno al saber que sheccid sentía ese amor tan profundo por el.

Esta historia ayudo a Carlos a superar su primera decepción amorosa y le mostró lo bonito y lo feo del amor.

Nos han dado la tierra

Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Pero sí, hay algo. Hay un pueblo.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
-Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Faustino dice:
-Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Aquí así son las cosas. Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Pero no hay ninguna más. No llueve. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Por acá resulta peligroso andar armado. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Nosotros preguntamos:
-¿El Llano?
-Sí, el Llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro
pellejo de vaca que se llama Llano.
-Es que el Llano, señor delegado...
-Son miles y miles de yuntas.
-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego.
-Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
-Eso manifiéstenlo por escrito.
-Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro.
Todo es contra el Llano... Así nos han dado esta tierra. Ni zopilotes. Melitón dice:
-Esta es la tierra que nos han dado.
Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser
el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza.
Melitón vuelve a decir:
-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas .
-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. -Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
-Estamos llegando al derrumbadero.
Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no, golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.
La tierra que nos han dado está allá arriba.

La gallina degollada

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera. ¡Sí! —asentía Mazzini—. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente.
—Mamá, ¡ay! Ma. . .
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre.

El Almohadón de Plumas

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

Anaconda

Eran las diez de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva, sin un soplo de viento. Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada, con la lentitud genérica de las víboras. Era una hermosísima yarará de un metro cincuenta, con los negros ángulos de su flanco bien cortados en sierra, escama por escama. -Quisiera pasar cerca de la Casa -se dijo la yarará-. Mal asunto...-¡El Hombre! -murmuró Lanceolada. La sombra estuvo sobre ella. El Hombre se detuvo: había creído sentir un golpe en las botas. Pero Lanceolada vio que la Casa comenzaba a vivir, esta vez real y efectivamente con la vida del Hombre. Hombre y Devastación son sinónimos desde tiempo inmemorial en el Pueblo entero de los Animales. Lanceolada esperó la nueva noche para ponerse en campaña. Fue allí en consecuencia donde, ante la inminencia del peligro y presidido por la víbora de cascabel, se reunió el Congreso de las Víboras. Estaban allí, fuera de Lanceolada y Terrífica, las demás yararás del país: La pequeña Coatiarita, benjamín de la Familia, con La línea rojiza de sus costados bien visible y su cabeza particularmente afilada. Estaba Cruzada -que en el sur llaman víbora de La cruz-, potente y audaz rival de Neuwied en punto a belleza de dibujo. Pocos seres, en efecto, tan bien dotados como ellos.
Según las leyes de las víboras, ninguna especie poco abundante y sin dominio real en el país puede presidir las asambleas del Imperio. El Congreso estaba, pues, en mayoría, y Terrífica abrió la sesión.
-¡Compañeras! -dijo-. Hemos sido todas enteradas por Lanceolada de la presencia nefasta del Hombre. Las yararás, que tienen a la Muerte por negro pabellón. Lo que lamento es la falta en este Congreso de nuestra primas sin veneno: las Culebras.
Evidentemente, la proposición no halagaba a las víboras. -No se trata de veneno -replicó desdeñosamente Cruzada-. -¿Por qué las culebras? -exclamó Atroz-. Son despreciables.
-Tienen ojos de pescado-agregó la presuntuosa Coatiarita.
-murmuró Cruzada mirándola de reojo.
-¿A mí? -silbó Lanceolada, irguiéndose-. -murmuró irónicamente Cruzada.
-¡No hay para qué decir eso! -gritaron-. ¡Ellas son culebras, y nada más!
-¡Ellas se llaman a sí mismas las Cazadoras! -replicó secamente Cruzada-. Y estamos en Congreso.
También desde tiempo inmemorial es fama entre las víboras la rivalidad particular de las dos yararás: Lanceolada, hija del extremo norte, y Cruzada, cuyo hábitat se extiende más al sur. -¡Vamos, vamos! -intervino Terrífica-. -¡Para esto! -replicó Cruzada ya en calma-. III
Cruzada halló a la Ñacaniná cuando ésta trepaba a un árbol.
-¡Eh, Ñacaniná! -llamó con un leve silbido.
-¡Ñacaniná! -repitió Cruzada, levantando medio tono su silbido.
-¿Quién me llama? -respondió la culebra.
-¡Soy yo, Cruzada!...
-¡Ah, la prima!.... ¿qué quieres, prima adorada?
-No se trata de bromas, Ñacaniná... ¿Sabes lo que pasa en la Casa?
-Sí, que ha llegado el Hombre... En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se van a quedar definitivamente. -¡Dejemos esto! Necesitamos de tu ayuda, Ñacaniná.
-¡No es mucho, no! -repuso negligentemente Ñacaniná, restregando la cabeza contra el tronco-. -Bueno en marcha -reanudó la yarará-. Pasemos primero por el Congreso.
-¡Ah, no! -protestó la Ñacaniná-. Pero ver antes de tiempo la cáscara rugosa de Terrífica, los ojos de ratón de Lanceolada y la cara estúpida de Coralina. -¡Bueno, bueno! -repuso Cruzada, que no quería hacer hincapié-. ¿Los habría? Mucho lo temía Ñacaniná. Sólo allá, en el corredor opuesto y que la culebra podía ver por entre las piernas de los hombres, un perro negro dormía echado de costado.
-¡Se acabó! -se dijo Ñacaniná, conteniendo la respiración.
Otro hombre miró también arriba.
-Se equivocó el Hombre -murmuró para sí la culebra.
-Alguna Ñacaniná.
-Acertó el otro Hombre -murmuró de nuevo la aludida, aprestándose a la lucha.
Pero los hombres bajaron de nuevo la vista, y la Ñacaniná vio y oyó durante media hora.
-Y los caballos, ¿cómo están hoy? -preguntó uno, de lentes negros, y que parecía ser el jefe del Instituto.

La Ñacaniná, inmóvil sobre el tirante, ojos y oídos alertos, comenzaba a tranquilizarse.
De estos hombres no hay gran cosa que temer....
La Ñacaniná sentíase cada vez más inclinada a la compasión. -¡Pobre gente! -murmuró-. -Por suerte, vamos a hacer una famosa cacería de víboras en este país. No hay duda de que es el país de las víboras.
-Hum..., hum..., -murmuró Ñacaniná, arrollándose. La Ñacaniná, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, es valiente, con seguridad la más valiente de nuestras serpientes. -Es una Ñacaniná... -¿Ratas?... Y como continuaba provocativa, un hombre se levantó al fin.
Hay ataque y ataque. Fuera de la selva y entre cuatro hombres, la Ñacaniná no se hallaba a gusto. Creíamos que te ibas a quedar con tus amigos los hombres...-murmuró Ñacaniná.
Y pasar al otro lado del río repuso Ñacaniná.
-¡Cuenta, entonces!
Y Ñacaniná contó todo lo que había visto y oído: la instalación del Instituto Seroterápico, sus planes, sus fines y la decisión de los hombres de cazar cuanta víbora hubiera en el país.
-¡Cazarnos! -saltaron Urutú Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo más vivo de su orgullo-. -¡Exactamente! -apoyó Ñacaniná-. Para la Ñacaniná, el peligro previsto era mucho menor. -¿Tienes un plan? -preguntó ansiosa Terrífica, siempre falta de ideas.
-¡Ten cuidado! -le dijo Ñacaniná, con voz persuasiva-. Hay varias jaulas vacías... ¡Ah, me olvidaba! -agregó, dirigiéndose a Cruzada-. Hay un perro negro muy peludo... Creo que sigue el rastro de una víbora... -¿Perro que sigue nuestro rastro?... La puerta estaba abierta, y ante la víbora, a treinta centímetros de su cabeza, apareció el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueño.
-se dijo Cruzada-. Hubiera preferido un hombre.
En ese instante el perro se detuvo husmeando y volvió la cabeza... -murmuró Cruzada, replegándose de nuevo. Pero cuando el perro iba a lanzarse sobre la víbora, sintió los pasos de su amo y se arqueó ladrando a la yarará. El hombre de los lentes ahumados apareció junto a Cruzada.
Buen ejemplar -respondió el hombre. Cruzada las conocía a todas; pero no así a una gran víbora que se bañaba en una jaula cerrada con tejido de alambre. ¿Quién era? Era absolutamente desconocida para la yarará. Cruzada ahogó un silbido de estupor, mientras caía en guardia, arrollada. La gran víbora acababa de hinchar el cuello, pero monstruosamente, como jamás había visto hacerlo a nadie. -¿Quién eres? -murmuró Cruzada-. -Sí -repuso-. -¿Cómo te llamas?
-Hamadrías... o cobra capelo real.
-Yo soy Cruzada.

-Pero maté al perro.
-¿Qué perro? ¿El de aquí? .
La cobra real se echó a reír, a tiempo que Cruzada tenia una nueva sacudida: el perro lanudo que creía haber matado estaba ladrando...
-¿Te sorprende, eh? -agregó Hamadrías-. -contestó Cruzada, cada vez más aturdida-. No me queda una gota de veneno concluyó-. Está inmunizado.
-¡Sé! -repuso vivamente Cruzada-. Ñacaniná nos contó.
La cobra real la consideró entonces atentamente.
por lo menos! -replicó Cruzada.
Ambas víboras se miraron largo rato, y el capuchón de la cobra bajó lentamente.
-Inteligente y valiente -murmuró Hamadrías-. ¿Conoces el nombre de mi especie?
-Hamadrías, supongo.
o cobra capelo real. -De víboras americanas..., entre otras cosas -concluyó balanceando la cabeza ante la Cruzada.
dos sesenta, pequeña Cruzada - repuso la otra, que había seguido su mirada.
Más o menos, el largo de Anaconda, una prima mía ¿Sabes de qué se alimenta?: de víboras asiáticas -y miró a su vez a Hamadrías.
-¡Bien contestado -repuso ésta, balanceándose de nuevo. -¿Sin veneno, entonces?
-Así es... ¡Estoy harta de hombres, perros, caballos y de todo este infierno de estupidez y crueldad! Tú me puedes entender, porque lo que es ésas...
-¿Qué?
La cobra real miró otra vez fijamente a Cruzada.

-¿Sola?
-¡Oh, no! Ellos, algunos de los hombres también morirán...De pronto, la cobra se abalanzó y mordió por tres veces a Cruzada. -Está muerta, bien muerta... -murmuró-. -¡Hum! -se dijo el hombre-. Esta no puede ser más que la hamadrías... Veinte veces le he dicho al director que las mallas del tejido son demasiado grandes. ¡Ya estaba! Con los primeros gritos, ambas, la cobra asiática y la yarará, huían sin ser perseguidas.
-Corría la yarará a su lado, muy dolorida aún-.
Allá, de la muñeca del hombre pendían dos negros hilos de sangre pegajosa. IX
El Congreso estaba en pleno. Fuera de Terrífica y Ñacaniná, y las yararás Urutú Dorado, Coatiarita, Neuwied, Atroz y Lanceolada, habían acudido Coralina -de cabeza estúpida, según Ñacaniná-, lo que no obsta para que su mordedura sea de las más dolorosas. Desde el primer Congreso de las Víboras se acordó que las especies numerosas, estando en mayoría, podían dar carácter de absoluta fuerza a sus decisiones. Alguna faltaba -fuera de Cruzada-; pero las víboras todas afectaban no darse cuenta de su ausencia.
Como si una chispa eléctrica hubiera recorrido todos los cuerpos, las víboras irguieron la cabeza al oír aquella voz.
¡Entra, Anaconda!
-¡Bien dicho! -exclamó Ñacaniná con sorda ironía-. ¡Entra, Anaconda!
Y la cabeza viva y simpática de Anaconda avanzó, arrastrando tras de sí dos metros cincuenta de cuerpo oscuro y elástico. -¿Te incomodo? -le preguntó cortésmente Anaconda.
Son las glándulas de veneno que me incomodan de hinchadas...
Anaconda y Ñacaniná tornaron a cruzar una mirada irónica, y prestaron atención.
Si a alguien detesta, es, naturalmente, a las serpientes venenosas; y de aquí la conmoción de las víboras ante la cortés Anaconda.
Ante todo, es menester saber algo de Cruzada. -¿Pará qué? -replicó Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la culebra.
Ñacaniná consideró al pundonoroso benjamín y cambió de voz.
Lanceolada, te pido disculpa.
-¡No es nada! -replicó con rabia la yarará.
-¡Terrífica! -dijo Cruzada-. Todas las víboras, muertas de curiosidad, se arrastraron hacia la recién llegada.
Tiene ojos redondos.
-Y cola larga.
-Cruzada: diles que no se acerquen tanto... -¡Sí, déjenla tranquila! -exclamó Cruzada-. No era menester más. El Congreso quedó un instante pendiente de la narración de Cruzada, que tuvo que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de lentes ahumados, el magnífico plan de Hamadrías con la catástrofe final, y el profundo sueño que acometió luego a la yarará hasta una hora antes de llegar.
-Resultado -concluyó- dos hombres fuera de combate, y de los más peligrosos. -¡O a los caballos! -dijo Hamadrías.
-¡O al perro! -agregó la Ñacaniná.
-Yo creo que a los caballos -insistió la cobra real-. Era evidente que desde el primer momento la serpiente asiática y la Ñacaniná indígena habíanse disgustado mutuamente. -Por mi parte -contestó Ñacaniná-, creo que caballos y hombres son secundarios en esta lucha. ¿qué opinas, Cruzada?
No se ignora tampoco en el Congreso la amistad singular que unía a la víbora y la culebra; posiblemente más que amistad, era aquello una estimación recíproca de su mutua inteligencia.
-Yo opino como Ñacaniná -repuso-. -¡Pero adelantémonos! -replicó Hamadrías.
Era esto más de lo que podía oír la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los colmillos de veneno. Las culebras saben bien que el hombre no las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer.
-¡Tú eres Anaconda!
-¡Tú lo has dicho! -repuso aquélla inclinándose. -¡Un instante! -exclamó.
-¡No! -interrumpió Anaconda-. Permíteme, Ñacaniná. En efecto, la cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello para lanzarse sobre la insolente. ¡El Congreso es inviolable!
-¡Abajo el capuchón! -alzóse Atroz, con los ojos hechos ascua.
-¡Abajo el capuchón! -se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada.
-¡Está bien! -silbó- Respeto el Congreso. Agréguese que, salvo la Ñacaniná y Cruzada, que habían estado ya en campaña, ninguna se había dado cuenta del terrible enemigo que había en un perro inmunizado y rastreador de víboras. Se comprenderá así que el plan de la cobra real triunfara al fin.
Aunque era ya muy tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar el ataque en seguida, y se decidió partir sobre la marcha.
-gritó la Ñacaniná-, ¡sino que nos arrepentiremos!
Y las víboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies cuyos representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia el Instituto.
-¡Una palabra! -advirtió aún Terrífica-. La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola sombríamente;
-Después...Vaya a ver Fragoso.
-¡La caballeriza está llena de víboras! -dijo.
-¡Daboy! ¡Daboy! -llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.
Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad, y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba.
Yo la vi bien... Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. -¡Oh, no! -repuso el jefe, sacudiendo cabeza-. Estas son demasiado singulares. XI
No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de las especies, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.
-¡Un instante! -gritó Urutú Dorado-. Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.
-¡Estamos en inminente peligro! -gritó Terrífica-. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.
-¡Está loca Ñacaniná! -exclamó-. ¡A la caverna!
La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. -¡Un momento! -Se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban-. -Sí -murmuró abrumada Terrífica-. Está concluido...
-Entonces -prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados-, antes de morir quisiera... ¡Ah, mejor así! -concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.
No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. La boca de la cobra, semiasfixiada, se desprendió babeando, mientras la cabeza libre de Anaconda hacia presa en el cuerpo de la Hamadrías.
Ya estaba concluido. -murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo de la asiática.
Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro.
Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.
El animal esquivó el golpe y cayó hirioso sobre Terrifica, que hundió los colmillos en el hocico del perro. Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el viente del animal; mas también en ese momento llegaban los hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de las últimas cayeron Cruzada y Ñacaniná.
Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies, triunfantes un día. Había sido mordido 64 veces.
Anaconda no murió.
Vivió un año con los hombres, curioseando y observándolo todo, hasta que una noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el Paraná hasta más allá del Guayra, más allá todavía del golfo letal donde el Paraná toma el nombre de río Muerto -la vida extraña que llevó Anaconda y el segundo viaje que emprendió por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias de una gran inundación-, toda esta historia de rebelión y asalto de camalotes, pertenece a otro relato.